Todos los medios de comunicación disponen de eso que podríamos denominar “un intelectual de guardia”. Aunque su opinión acostumbra a coincidir con la línea editorial del periódico –para mayor comodidad, voy a ceñirme en este artículo a la prensa de papel–, no se trata propiamente de un editorialista ni de alguien que forme parte de la dirección del medio. De lo contrario, estaríamos hablando del periodista de guardia y no del intelectual. Su condición de intelectual supone, en este sentido, un blindaje perfecto ante presuntas acusaciones de dependencia –resulte o no resulte luego su opinión verdaderamente independiente– e incluso un marchamo de prestigio. Donde sí suele figurar su nombre es entre los integrantes del consejo asesor o el consejo editorial del periódico. Puede considerársele pues, hasta cierto punto, un hombre –y cuando digo un hombre, digo también una mujer– de la casa.

Conforme a su tamaño, el periódico en cuestión contará con un número mayor o menor de intelectuales entre sus colaboradores. Pero que sean también “de guardia” no habrá muchos. Un intelectual de guardia es alguien dispuesto a intervenir cuando se le requiera en favor de unos intereses que lo mismo pueden ser los del propio medio que los del gobierno de turno –o de ambos a la vez, claro está–, alguien de confianza que no va a rehuir su responsabilidad; alguien, en definitiva, que tendrá mucho de orgánico y dependiente y muy poco, por no decir nada, de intelectual.

Es el caso de Ignacio Sánchez-Cuenca en El País. Si bien sus primeras colaboraciones datan de finales del pasado siglo, cuando en verdad cobran fuerza y regularidad es con la llegada de Rodríguez Zapatero a la presidencia del Gobierno. Siempre a rebufo de las políticas de aquellos gobiernos socialistas sustentados parlamentariamente en comunismos y nacionalismos varios y –tras el batacazo electoral de diciembre de 2011 producto de una crisis económica que aquel presidente no supo ni quiso prever– ejerciendo de pertinaz e inmisericorde martillo de la derecha de nuevo en el poder, no fue sino con la llegada de su tocayo Sánchez a la presidencia del Gobierno que su función en el periódico adquirió todo su sentido. Y es que el catedrático de Ciencia Política Sánchez-Cuenca ha creído siempre, de un lado, en las bondades de un gobierno de izquierdas como el actual, y, de otro, en la pertinencia del procés y, por tanto, en la improcedencia de la actuación del Gobierno de España, con el apoyo del PSOE, en octubre de 2017.

Su artículo de ayer en el periódico, titulado “El PSOE en el laberinto de la amnistía”, constituye un alegato a favor de una especie de Gran Salto Adelante a la española. Como si aquello en lo que él ha creído siempre estuviera ahora en condiciones de implantarse por la vía de los hechos gubernamentales y, sobre todo –y he ahí lo más importante a su juicio–, sin máscaras, sin eufemismos, llamando a las cosas por su nombre, admitiendo que lo realizado por la izquierda mediante grandes consensos con la derecha, y eso incluye un largo periodo que va desde la Transición misma hasta el procés y sus secuelas, ha sido un verdadero fiasco que no puede condicionar el futuro. No hace falta precisar, supongo, que la derecha que el catedrático impugna es sólo la española y que esta no incluye ni el PNV ni Junts ni todo brote por venir en esos territorios periféricos, siempre y cuando no se trate de un brote “españolista”. Ese borrado del pasado, esa súbita prescripción de las dudas en torno a la adecuación de la amnistía al marco constitucional, esa puesta en cuarentena del imperio de la ley, se refleja en la propuesta rupturista que se desprende del último párrafo del artículo: “Como antes he señalado, los socialistas no pueden reconocer que se encuentran en pleno proceso de afirmación de su autonomía política en materia territorial. Si lo reconocieran, estarían admitiendo que en otros momentos adoptaron una posición subalterna, que asumieron como propia una tesis política por presión ambiental. Para quienes, como es mi caso, nunca hemos compartido la visión de lo ocurrido en Cataluña como un ‘golpe de Estado’ contra la democracia española, lo criticable no es que el Gobierno apruebe la ley de amnistía, sino que, durante un tiempo largo, el PSOE le siguiera la corriente a la derecha en la cuestión nacional”.

Se me dirá que ese Gran Salto Adelante a la española es sólo cosa de Sánchez-Cuenca y quienes piensan como él, y que en nada compromete la opinión de El País o la actuación del Gobierno. Ello no sería descartable, en efecto, si no se diera a la vez la circunstancia, tal como han revelado distintas fuentes, de que el Gobierno, con su presidente a la cabeza, actúa prácticamente al dictado de lo prescrito por el diario y el grupo empresarial que hay detrás. Y de que la firma del catedrático en las páginas del rotativo, lejos de menguar o desaparecer como la de tantos intelectuales que nunca han sido, lo que les honra, “de guardia”, se ha incrementado y afianzado de modo considerable en los últimos años.

Si uno se encuentra en Évora, la capital del Alentejo, o en sus aledaños, una visita a la Capela dos Ossos resulta obligada. Aun así, incluso en pleno verano, cuando todo son hordas de turistas a los que tanto da franquear la puerta de Disneyworld como la de Auschwitz mientras puedan añadir una muesca más en su peregrinar por esos mundos de Dios, hay quien se resiste. La exposición de huesos y calaveras humanos, al margen de su carácter simbólico –la transitoriedad de la vida concretada en la leyenda que adorna el pórtico del templo: “Nos ossos que aquí estamos pelos vossos esperamos”–, produce lo que los franceses llaman un frisson, y no precisamente placentero. De ahí que algunos prefieran ahorrárselo. Por lo demás, parece que la capilla, construida en el siglo XVII en el Convento de San Francisco de Évora por iniciativa de tres monjes, tiene también un fundamento de orden estrictamente práctico: descongestionar una cuarentena de cementerios monacales de la región o, mejor dicho, vaciarlos por completo exhumando los restos que contenían, a fin de destinar las tierras a otra clase de usos. Los huesos y las calaveras exhumados sirvieron, pues, de elemento edificante, lo mismo desde un punto de vista ornamental que en tanto que recordatorio espiritual o religioso.

Todo lo cual viene a cuento de la exhibición de huesos y calaveras del pasado jueves a primera hora de la mañana en la Basílica del Valle de los Caídos –salvadas sean, claro, todas las distancias que haya que salvar entre ayer y hoy y entre el convento portugués y la basílica española–. La presencia del presidente del Gobierno, acompañado del ministro y el secretario de Estado de eso que llaman Memoria Democrática, disfrazados los tres de forenses, en el laboratorio del recinto rebautizado hace un par de años como Valle de Cuelgamuros –como si los caídos allí enterrados, cerca de 40.000 conforme al registro, si bien la cifra podría alcanzar los 50.000 según la propia web de la Basílica, no lo fueran de ambos bandos y en buena medida por ambos bandos–; la presencia de Pedro Sánchez, decía, no puede sino calificarse de moralmente obscena. Y es que en las imágenes suministradas y propagandeadas por La Moncloa –no existen otras–destacan en primer plano huesos y calaveras, como si los hubieran dispuesto allí a propósito. Y se completan con las declaraciones del propio presidente el mismo día en la red social X, donde puntualizaba que la exhumación y análisis de los restos “atiende a la demanda de 160 familias que todavía hoy siguen buscando respuestas”, por lo que “debemos saldar nuestra deuda pendiente con quienes dieron su vida luchando por la libertad y la democracia en España”.

Nada tengo en contra de la pretensión de estas familias y de cuantas desean exhumar los restos de sus seres queridos, sean del bando que sean y allí donde proceda. Están en su derecho y es de justicia que los poderes públicos atiendan, en la medida de lo posible, a su requerimiento. Y entiendo que esas respuestas que, a juicio de Sánchez, “siguen buscando” se concretan en la identificación de sus restos para poderlos enterrar allí donde sus familiares dispongan. Pero la apostilla según la cual “dieron su vida luchando por la libertad y la democracia en España”, al contrario de lo que cree el presidente del Gobierno y proclama su ley de Memoria Democrática, no es privativa de un bando, sino que puede aplicarse lo mismo a unos que a otros. Y es que muchos de los que dieron su vida en los campos de batalla o fueron víctimas de la represión no soñaban con una España democrática. Ni falangistas y requetés de un lado, ni comunistas y anarquistas del otro. Lo que no significa que no existieran entre ellos excepciones. En cuanto a lo que se entiende por libertad, no hace falta decir que, al igual que la suerte, va por barrios.

La macabra escenificación del pasado jueves en el Valle de los Caídos sólo tiene un aspecto que agradecer. Su Majestad Pedro Sánchez, a diferencia, por ejemplo, de la actual presidenta del Congreso de los Diputados cuando, siendo presidenta del Gobierno Balear, se personaba compungida junto a una fosa común donde se estaban llevando a cabo los trabajos de identificación de los restos de víctimas de la guerra civil en Mallorca, no soltó en ninguna de las imágenes publicadas lágrima alguna. Lo que no sabemos es si en su caso fue por convicción, porque un gobernante debe guardar las formas incluso en tiempos, como los presentes, de destemplada e impúdica exhibición de sentimentalismo, o si fue simplemente por pura incapacidad.

Huesos y calaveras

    11 de abril de 2024